Comenzaba cada mañana de la misma manera. La alarma del móvil le despertaba con un "bip-bip" que aumentaba de volumen a medida que trascurrían los segundos, entonces, se levantaba y se acercaba a la cómoda donde estaba el teléfono, emitiendo sonido y luz, y la apagaba.
Descalzo caminaba escaleras abajo a la cocina, donde se calentaba un café bien cargado que acompañaba con un par de galletas, de esas que parecen pastas pero no lo son. Solo, con la voz del presentador de las noticias, se despejaba y volvía a sentir el agobio de la rutina. Pero esa mañana era distinta, no iba a ir a clase, ese día pensaba regalársele a sí mismo y no se sentía culpable por faltar un día a sus quehaceres: hoy se lo merecía porque el sol ya brillaba en el cielo azul y las nubes, apenas visibles en el horizonte, eran ligeras y tan blancas como la luz.
Fregó la taza del desayuno, subió de nuevo a su habitación y se duchó con el agua bien caliente, como le gustaba siempre. Cogió la cámara con su objetivo favorito, ese que había comprado un mes atrás por internet, las gafas de sol y se marchó caminando hacia ese rincón al que siempre acudía cuando necesitaba estar solo. Cuando llegó, subió por la ligera pendiente de rocas hasta alcanzar la cima, desde la cual podía ver toda la ciudad bañada por el mar. "Clic-clic", ahí iba la primera foto a aquella ciudad que cada día le absorbía. "Clic-clic", otra foto al infinito mar que se perdía en medio del cielo.
Se quitó la cámara que colgaba en su cuello, guardó el objetivo en la mochila que había traído y después la cámara. Suspiró mientras miraba el mar al que acababa de retratar y así, en silencio y con aquél paraíso como único testigo, comenzó de nuevo a coger altura... y se sumergió en su universo.
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