Al despertarse vio que el viejo reloj blanco de hojalata marcaba las diez de la mañana. El segundero seguía avanzando mientras Berta mantenía su mirada fija en él y se abstraía con el hipnótico sonido. La persiana estaba subida, ya no le gustaba bajarla por la noche: ahora prefería dormirse mirando las estrellas desde la cama.
Se incorporó, sintiendo la suavidad del suelo de madera a través de sus calcetines grises, y se acercó a la ventana. Llovía. Las gotas de lluvia repiqueteaban en la parte inferior de los cristales y fuera las hojas de los árboles se agitaban, como si la saludaran alegremente. Sonrió.
Caminó hasta la cocina. En la fregadera estaban un cazo, y el plato de postre y la taza en los que la noche anterior había cenado un café con un trozo de tarta de manzana. Abrió la nevera, sacó la caja de leche y la posó sobre la encimera mientras fregaba rápidamente el cazo, la taza y el pequeño plato del fregadero. Echó un poco de leche en el cazo y lo puso al fuego.
Ya habían pasado un par de meses desde que consiguió un trabajo nuevo y salió de casa de sus amigos, aunque les seguía viendo muy a menudo ya que su nueva casa estaba en la misma ciudad a la que llegó en busca de oxígeno.
Berta adoraba los sábados, como aquél, y odiaba los domingos. Los sábados se levantaba a deshora, cuando su mente quisiera volver a la realidad, y pasaba la mañana caminando por los parques. Un día encontró un puesto de castañas y, con una arrebatadora energía que no supo de donde salió, se acercó al anciano que regentaba el puesto y le compró un cucurucho de castañas. En verdad no le gustaban las castañas, pero adoraba el calor que transmiten a través del cono de papel de periódico y esa sensación la hacía sentirse siempre más cerca de casa.
Cuando el cazo comenzaba a humear lo retiró del fuego y vertió la leche en la taza. Le echó un poco de miel y, soplando la taza que sujetaba con ambas manos, se sentó en una de las dos sillas que tenía en la cocina. Se bebió la mezcla dulce con aroma a invierno a pequeños sorbos, despacio, saboreándolo en su paladar y sintiendo el calor que iba acariciando su cuerpo. Al terminar dejó de nuevo la taza, caliente y vacía, en la fregadera, fue hacia su habitación, se recogió el pelo en un improvisado moño, se puso las botas de plástico moradas, la parka blanca y se marchó a disfrutar de su mañana.
has relatado mi dia perfecto.. ya que tmb odio los domingos y adoro los sabados bien temprano.. un besote!
ResponderEliminarme encaanta (L)
ResponderEliminarUn beso! =)
Oh! Nube... Es tan lindo vivir en nuestra subjetividad, paladeando la vida en una taza.
ResponderEliminar:) Me gusta!
Gracias por tus comentarios en mis entradas, en gustazo tenerte por allí. :D Besos!
Psd: No sé qué es "cazo" xD
Al contrario de Berta, adoro los Domingos porque es el único día que puedo salir de la cama a la hora que quiera.
ResponderEliminarBonito relato, haces que la imaginación vuele.
Saludos!
Que hermosa manera de pasar un sábado
ResponderEliminarUn beso
Suerte (: