A veces me invento para mí historias fantásticas. Puedo imaginar el mundo como un cuento de princesas en el que hay dragones y ciudades en ruinas, gente escondida, temerosa, esperando al príncipe que retire las nubes negras del cielo y el sol haga crecer de nuevo las flores. Los niños juegan a reír entre el barro de las penas, los corazones relucientes descansan entre pulmones sucios, de respirar tanta miseria. Pero sobretodo, y a pesar de tanto frío y tanta niebla enferma, la luz de los ojos no se apaga nunca, nunca, nunca...
Cuando enfrentarse a la verdad sirve para regresar, una vez más, a nuestra nube: nube dulce nube...
Mostrando entradas con la etiqueta cuentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuentos. Mostrar todas las entradas
martes, 21 de diciembre de 2010
viernes, 3 de diciembre de 2010
El universo
- Oye...
- ¿Sí...?
- Cuéntame otra vez la historia de cómo empezó el universo - sonríe
- Pues verás... - comienza diciendo, pero hace una pausa. Durante un par de segundos por su mente pasan un millón de imágenes que hacen templar todo su cuerpo - hubo una época, en la que el universo no existía aunque no lo puedas creer - sonríe - en el espacio vacío sólo había oscuridad. No se veía nada. No se respiraba nada. No había temperatura alguna. Pero un día hubo un estallido, que hizo vibrar aquel enorme vacío, seguido de una inmensa luz blanca. Entonces, como cuando sales a la luz de la calle en verano después de pasar varias horas encerrado en un cuarto a oscuras, comenzaron a verse cosas, y a olerse, y a sentir calor y tiritar de frío. El universo comenzó y con él otra época que pasó a llamarse vida.
- Ojalá yo también pueda contar la historia del universo como lo haces tú - mira al suelo con tristeza
- Claro... - levanta su cabeza sujetando su barbilla, mira sus ojos: su universo - sólo debes esperar porque al final el estallido llegará.
- ¿Sí...?
- Cuéntame otra vez la historia de cómo empezó el universo - sonríe
- Pues verás... - comienza diciendo, pero hace una pausa. Durante un par de segundos por su mente pasan un millón de imágenes que hacen templar todo su cuerpo - hubo una época, en la que el universo no existía aunque no lo puedas creer - sonríe - en el espacio vacío sólo había oscuridad. No se veía nada. No se respiraba nada. No había temperatura alguna. Pero un día hubo un estallido, que hizo vibrar aquel enorme vacío, seguido de una inmensa luz blanca. Entonces, como cuando sales a la luz de la calle en verano después de pasar varias horas encerrado en un cuarto a oscuras, comenzaron a verse cosas, y a olerse, y a sentir calor y tiritar de frío. El universo comenzó y con él otra época que pasó a llamarse vida.
- Ojalá yo también pueda contar la historia del universo como lo haces tú - mira al suelo con tristeza
- Claro... - levanta su cabeza sujetando su barbilla, mira sus ojos: su universo - sólo debes esperar porque al final el estallido llegará.
miércoles, 17 de noviembre de 2010
Mañanas como aquella
Al despertarse vio que el viejo reloj blanco de hojalata marcaba las diez de la mañana. El segundero seguía avanzando mientras Berta mantenía su mirada fija en él y se abstraía con el hipnótico sonido. La persiana estaba subida, ya no le gustaba bajarla por la noche: ahora prefería dormirse mirando las estrellas desde la cama.
Se incorporó, sintiendo la suavidad del suelo de madera a través de sus calcetines grises, y se acercó a la ventana. Llovía. Las gotas de lluvia repiqueteaban en la parte inferior de los cristales y fuera las hojas de los árboles se agitaban, como si la saludaran alegremente. Sonrió.
Caminó hasta la cocina. En la fregadera estaban un cazo, y el plato de postre y la taza en los que la noche anterior había cenado un café con un trozo de tarta de manzana. Abrió la nevera, sacó la caja de leche y la posó sobre la encimera mientras fregaba rápidamente el cazo, la taza y el pequeño plato del fregadero. Echó un poco de leche en el cazo y lo puso al fuego.
Ya habían pasado un par de meses desde que consiguió un trabajo nuevo y salió de casa de sus amigos, aunque les seguía viendo muy a menudo ya que su nueva casa estaba en la misma ciudad a la que llegó en busca de oxígeno.
Berta adoraba los sábados, como aquél, y odiaba los domingos. Los sábados se levantaba a deshora, cuando su mente quisiera volver a la realidad, y pasaba la mañana caminando por los parques. Un día encontró un puesto de castañas y, con una arrebatadora energía que no supo de donde salió, se acercó al anciano que regentaba el puesto y le compró un cucurucho de castañas. En verdad no le gustaban las castañas, pero adoraba el calor que transmiten a través del cono de papel de periódico y esa sensación la hacía sentirse siempre más cerca de casa.
Cuando el cazo comenzaba a humear lo retiró del fuego y vertió la leche en la taza. Le echó un poco de miel y, soplando la taza que sujetaba con ambas manos, se sentó en una de las dos sillas que tenía en la cocina. Se bebió la mezcla dulce con aroma a invierno a pequeños sorbos, despacio, saboreándolo en su paladar y sintiendo el calor que iba acariciando su cuerpo. Al terminar dejó de nuevo la taza, caliente y vacía, en la fregadera, fue hacia su habitación, se recogió el pelo en un improvisado moño, se puso las botas de plástico moradas, la parka blanca y se marchó a disfrutar de su mañana.
Se incorporó, sintiendo la suavidad del suelo de madera a través de sus calcetines grises, y se acercó a la ventana. Llovía. Las gotas de lluvia repiqueteaban en la parte inferior de los cristales y fuera las hojas de los árboles se agitaban, como si la saludaran alegremente. Sonrió.
Caminó hasta la cocina. En la fregadera estaban un cazo, y el plato de postre y la taza en los que la noche anterior había cenado un café con un trozo de tarta de manzana. Abrió la nevera, sacó la caja de leche y la posó sobre la encimera mientras fregaba rápidamente el cazo, la taza y el pequeño plato del fregadero. Echó un poco de leche en el cazo y lo puso al fuego.
Ya habían pasado un par de meses desde que consiguió un trabajo nuevo y salió de casa de sus amigos, aunque les seguía viendo muy a menudo ya que su nueva casa estaba en la misma ciudad a la que llegó en busca de oxígeno.
Berta adoraba los sábados, como aquél, y odiaba los domingos. Los sábados se levantaba a deshora, cuando su mente quisiera volver a la realidad, y pasaba la mañana caminando por los parques. Un día encontró un puesto de castañas y, con una arrebatadora energía que no supo de donde salió, se acercó al anciano que regentaba el puesto y le compró un cucurucho de castañas. En verdad no le gustaban las castañas, pero adoraba el calor que transmiten a través del cono de papel de periódico y esa sensación la hacía sentirse siempre más cerca de casa.
Cuando el cazo comenzaba a humear lo retiró del fuego y vertió la leche en la taza. Le echó un poco de miel y, soplando la taza que sujetaba con ambas manos, se sentó en una de las dos sillas que tenía en la cocina. Se bebió la mezcla dulce con aroma a invierno a pequeños sorbos, despacio, saboreándolo en su paladar y sintiendo el calor que iba acariciando su cuerpo. Al terminar dejó de nuevo la taza, caliente y vacía, en la fregadera, fue hacia su habitación, se recogió el pelo en un improvisado moño, se puso las botas de plástico moradas, la parka blanca y se marchó a disfrutar de su mañana.
lunes, 8 de noviembre de 2010
La hora del recreo
Eran las once de la mañana. Fuera el cielo estaba cubierto por la oscura niebla, que le acercaba a un cegador blanco. Lily lo contemplaba maravillada a través de las ventanas del aula.
- Se te va a meter una mosca en la boca como no la cierres - la dijo Max mientras se reía para sus adentros
Lily miró al chico y sonrió.
- Bueno niños, es la hora del recreo así que vamos a bajar un rato al patio, a ver si tenemos suerte y no llueve.
Los niños se levantaron ruidosamente de sus sillas, mientras la profesora hacía muecas de irritación por el estrépito y siseaba pidiendo a los niños más cuidado. Lily cogió su parka verde, se la puso, subió la cremallera hasta arriba y abrochó los tres botones amarillos.
Era una clase de niños atípica porque eran pocas las veces en que se veía jugar por separado a niños y niñas. Normalmente acostumbraban a jugar al escondite o a llevarla pero algunos días los niños preferían jugar un rato al fútbol y las niñas, que no les gustaba mucho la idea de ese deporte, optaban por jugar a la comba o se intercambiaban conjuntos.
-¡La llevas! - gritó Hugh al tiempo que golpeó ligeramente el brazo de Max
Hugh salió corriendo en dirección contraria a su compañero mientras este se dispuso a correr hacia Katie, que formaba parte de su cuadrado en clase, ya que le quedaba a escasos metros. La niña comenzó a correr huyendo de Max. El sonido de las risas en el patio hacía que las profesoras que vigilaban el patio se contagiaran de la alegría y comenzaron a reír ellas también.
A las once y veinte una aguda sirena empezó a sonar, tapando la mezcla de voces y risas. Los niños se colocaron en fila, como les habían indicado el primer día del curso, y comenzaron a entrar de uno en uno bajo la mirada de su profesora. Max se había quedado rezagado e iba el último. Subía los peldaños de las escaleras a la primera planta distraído, de repente pisó uno de los cordones que se le habían desatado y, tropezando así, fue a parar al suelo. Lily que iba a un par de pasos de él se giró al oír el golpe y vio a Max en el suelo: rojo como un tomate y quieto mirando el suelo. Descendió corriendo los peldaños que ya había subido hasta llegar donde estaba el niño.
- ¡Max!, ¿te has hecho mucho daño?... - pero Max no respondía- ¿estás bien?,¿te duele? - preguntó Lily al observar que el niño se agarraba el tobillo derecho
- Sí... - balbuceó el pequeño - ...me duele mucho - y entonces rompió a llorar
- Cógete a mi, vamos, te ayudaré a levantarte
Max fue parando las lágrimas al tiempo que caminaba lentamente y con cuidado, con el apoyo de Lily.
- Lily... - susurró el niño antes de entrar en el aula
- ¿Sí? - preguntó ella susurrando también a la vez que sonreía
- Gracias
- Se te va a meter una mosca en la boca como no la cierres - la dijo Max mientras se reía para sus adentros
Lily miró al chico y sonrió.
- Bueno niños, es la hora del recreo así que vamos a bajar un rato al patio, a ver si tenemos suerte y no llueve.
Los niños se levantaron ruidosamente de sus sillas, mientras la profesora hacía muecas de irritación por el estrépito y siseaba pidiendo a los niños más cuidado. Lily cogió su parka verde, se la puso, subió la cremallera hasta arriba y abrochó los tres botones amarillos.
Era una clase de niños atípica porque eran pocas las veces en que se veía jugar por separado a niños y niñas. Normalmente acostumbraban a jugar al escondite o a llevarla pero algunos días los niños preferían jugar un rato al fútbol y las niñas, que no les gustaba mucho la idea de ese deporte, optaban por jugar a la comba o se intercambiaban conjuntos.
-¡La llevas! - gritó Hugh al tiempo que golpeó ligeramente el brazo de Max
Hugh salió corriendo en dirección contraria a su compañero mientras este se dispuso a correr hacia Katie, que formaba parte de su cuadrado en clase, ya que le quedaba a escasos metros. La niña comenzó a correr huyendo de Max. El sonido de las risas en el patio hacía que las profesoras que vigilaban el patio se contagiaran de la alegría y comenzaron a reír ellas también.
A las once y veinte una aguda sirena empezó a sonar, tapando la mezcla de voces y risas. Los niños se colocaron en fila, como les habían indicado el primer día del curso, y comenzaron a entrar de uno en uno bajo la mirada de su profesora. Max se había quedado rezagado e iba el último. Subía los peldaños de las escaleras a la primera planta distraído, de repente pisó uno de los cordones que se le habían desatado y, tropezando así, fue a parar al suelo. Lily que iba a un par de pasos de él se giró al oír el golpe y vio a Max en el suelo: rojo como un tomate y quieto mirando el suelo. Descendió corriendo los peldaños que ya había subido hasta llegar donde estaba el niño.
- ¡Max!, ¿te has hecho mucho daño?... - pero Max no respondía- ¿estás bien?,¿te duele? - preguntó Lily al observar que el niño se agarraba el tobillo derecho
- Sí... - balbuceó el pequeño - ...me duele mucho - y entonces rompió a llorar
- Cógete a mi, vamos, te ayudaré a levantarte
Max fue parando las lágrimas al tiempo que caminaba lentamente y con cuidado, con el apoyo de Lily.
- Lily... - susurró el niño antes de entrar en el aula
- ¿Sí? - preguntó ella susurrando también a la vez que sonreía
- Gracias
domingo, 24 de octubre de 2010
Sin vuelta atrás
Suena el teléfono, avisando a Berta de que tras la melodía de guitarras y voces rotas alguien la llama.
- ¿Sí?.. Mamá... oye, ya te dije que no te preocuparas, que iba a estar bien y lo estoy, de verdad.... Vale pero no te preocupes más por favor, llamaré pronto prometido... que sí... yo también os quiero... Un beso.
Aleja el teléfono móvil de su oreja y, suspirando, le apaga. Sabe que es lo mejor para todos y se dice a sí misma que cuando tenga algún momento de debilidad y no aguante más el frío de la soledad, le encenderá de nuevo y llamará a casa para sentirse de nuevo arropada. Pero ahora es mejor desconectarle por una temporada.
Hace unos días que salió de casa en busca de tiempo para sí misma. Se sentía asfixiada en la rutina: trabajo, casa, reuniones con los amigos, trabajo... Hasta que se levantó una mañana y con el tiempo tan radiante que hacía se dijo que había llegado el momento, el momento de hacer su propio camino y no el que le decía el resto. Y ahora estaba allí, a más de mil kilómetros de su casa. Había viajado con desconocidos piadosos que sentían lástima de la joven y se prestaban a acercarla un poco más a su destino, la casa de unos amigos. Había conocido a Mario y Silvia hacía un par de años atrás, en uno de los festivales de música a los que solía acudir con Carlos. Carlos. Hacía más de un año que habían roto pero tan sólo pensar en su nombre hacía que algo dentro le resquemara. Carlos formaba parte del pasado que quería dejar precisamente en eso, pasado, porque la vida la había enseñado que lo pasado no tiene retorno y liberarse, que no olvidarse, de él es el único medio de continuar y poder ser feliz. Y eso es lo que pensaba hacer.
- ¿Se puede? - preguntó Mario al tiempo que llamaba a la puerta del cuarto de invitados donde se quedaba Berta
- Sí, claro, pasa... mi madre - dijo señalando el móvil que sujetaba todavía en la mano
- Ya... bueno, tú tómate el tiempo que necesites, sabes que nos encanta tenerte aquí, ¿verdad?
- Sí, sí. Os estaré eternamente agradecida... es solo que no quiero estar aquí de ocupa eternamente así que si me mandáis a la mierda, lo entenderé.
- ¡Anda ya! - dijo Mario al tiempo que se sentaba en la cama al lado de ella - estás de broma, ¿no? - pero Berta le miraba tímida, preguntándole con la mirada si de verdad no les molestaba o la cobijaban sólo por compasión - ... mira Berta, eres nuestra amiga y en estos dos años de amistad lo has demostrado con creces así que no me hagas recordarte quién está en deuda con quién, ¿vale?, tú te quedarás aquí el tiempo que sea necesario y no se hable más
- Gracias Mario - y, por segunda vez en su vida, lloró delante de alguien sin poder remediarlo. Mario la abrazó y dejó que su amiga sacara todas las lágrimas que calaban su interior.
- Vamos Ber, ha llegado el momento de sacar la basura fuera - y el llanto en la habitación se hizo más intenso.
Aleja el teléfono móvil de su oreja y, suspirando, le apaga. Sabe que es lo mejor para todos y se dice a sí misma que cuando tenga algún momento de debilidad y no aguante más el frío de la soledad, le encenderá de nuevo y llamará a casa para sentirse de nuevo arropada. Pero ahora es mejor desconectarle por una temporada.
Hace unos días que salió de casa en busca de tiempo para sí misma. Se sentía asfixiada en la rutina: trabajo, casa, reuniones con los amigos, trabajo... Hasta que se levantó una mañana y con el tiempo tan radiante que hacía se dijo que había llegado el momento, el momento de hacer su propio camino y no el que le decía el resto. Y ahora estaba allí, a más de mil kilómetros de su casa. Había viajado con desconocidos piadosos que sentían lástima de la joven y se prestaban a acercarla un poco más a su destino, la casa de unos amigos. Había conocido a Mario y Silvia hacía un par de años atrás, en uno de los festivales de música a los que solía acudir con Carlos. Carlos. Hacía más de un año que habían roto pero tan sólo pensar en su nombre hacía que algo dentro le resquemara. Carlos formaba parte del pasado que quería dejar precisamente en eso, pasado, porque la vida la había enseñado que lo pasado no tiene retorno y liberarse, que no olvidarse, de él es el único medio de continuar y poder ser feliz. Y eso es lo que pensaba hacer.
- ¿Se puede? - preguntó Mario al tiempo que llamaba a la puerta del cuarto de invitados donde se quedaba Berta
- Sí, claro, pasa... mi madre - dijo señalando el móvil que sujetaba todavía en la mano
- Ya... bueno, tú tómate el tiempo que necesites, sabes que nos encanta tenerte aquí, ¿verdad?
- Sí, sí. Os estaré eternamente agradecida... es solo que no quiero estar aquí de ocupa eternamente así que si me mandáis a la mierda, lo entenderé.
- ¡Anda ya! - dijo Mario al tiempo que se sentaba en la cama al lado de ella - estás de broma, ¿no? - pero Berta le miraba tímida, preguntándole con la mirada si de verdad no les molestaba o la cobijaban sólo por compasión - ... mira Berta, eres nuestra amiga y en estos dos años de amistad lo has demostrado con creces así que no me hagas recordarte quién está en deuda con quién, ¿vale?, tú te quedarás aquí el tiempo que sea necesario y no se hable más
- Gracias Mario - y, por segunda vez en su vida, lloró delante de alguien sin poder remediarlo. Mario la abrazó y dejó que su amiga sacara todas las lágrimas que calaban su interior.
- Vamos Ber, ha llegado el momento de sacar la basura fuera - y el llanto en la habitación se hizo más intenso.
lunes, 11 de octubre de 2010
Vuelta al cole
- Lily, Lily... vamos cariño, es hora de levantarse
Su madre seguía zarandeándola con dulzura para despertarla. La pequeña Lily sabía que era el primer día del curso, la vuelta al cole había llegado irremediablemente y le daba pereza abandonar su pequeña cama, con sábanas de margaritas y edredón de innumerables estrellitas, que la velaba con el calor tan especial que sólo se aprecia cuando la rutina obliga a alejarse de ella.
- Jo... mami, ¿no puedo quedarme durmiendo un poco más? - preguntó mañosa y con los ojos todavía cerrados
- No cielo - rió su madre - ya lo siento pero tienes que levantarte ya. ¿No tienes ganas de ver a tus amigos? - la preguntó haciéndola cosquillas bajo la barbilla.
- Sí - exclamó riendo a carcajadas y con los ojos totalmente abiertos - Ya me levanto...
Su madre la dio un achuchón, sacándola al tiempo de la cama en volandas y vistiendola con innumerables besos. Durante el desayuno Lily vio los dibujos animados, acompañada de sus galletas preferidas y un chocolate caliente: ese era el momento del día que más disfrutaba la pequeña.
Cuando llegó a clase, algunos de sus compañeros del año pasado jugaban en el suelo con una colección nueva de cromos, las niñas jugaban a las palmitas y sólo un niño permanecía sentado en su pupitre, mirando al suelo.
- ¡Hola Max! - dijo derrochando alegría Lily al mismo tiempo que se sentaba al lado del niño - ¿Qué tal las vacaciones?
- Bien - contestó frío él
- ¿Has ido mucho a la playa?
- Sí, con mi abuelita... y me he comido un helado de chocolate todos los días antes de volver a casa - sonrió Max, volviendo el rostro hacia Lily, al recordar el sabor frío y dulce en su pequeño paladar
- ¡Mmm... chocolate.., a mi también me gustan mucho los helados de chocolate!
- ¿Verdad que son los mejores?
- ¡Verdad!
En ese momento entró en la clase la profesora, trayendo consigo un montón de cuadernos azules y una caja de pegatinas de diversas formas y colores.
- Bueno niños, ¡bienvenidos otra vez! - comenzó diciendo a medida que fue repartiendo los cuadernos y las pegatinas por los grupos de mesas - Para empezar el curso he comprado estas libretas en blanco y estas pegatinas tan bonitas para que cada uno haga con ellas un collage con todas las cosas que le han gustado y que ha hecho este verano. Después hablaremos de ello todos juntos y entre todos elegiremos el cuaderno más bonito, ¿qué os parece?
- ¡Bieeeeeen! - chillaron todos
Pero a Max no le entusiasmaba la idea como a sus compañeros y, volviendo de nuevo la vista al suelo, susurró - Mal...
Su madre seguía zarandeándola con dulzura para despertarla. La pequeña Lily sabía que era el primer día del curso, la vuelta al cole había llegado irremediablemente y le daba pereza abandonar su pequeña cama, con sábanas de margaritas y edredón de innumerables estrellitas, que la velaba con el calor tan especial que sólo se aprecia cuando la rutina obliga a alejarse de ella.
- Jo... mami, ¿no puedo quedarme durmiendo un poco más? - preguntó mañosa y con los ojos todavía cerrados
- No cielo - rió su madre - ya lo siento pero tienes que levantarte ya. ¿No tienes ganas de ver a tus amigos? - la preguntó haciéndola cosquillas bajo la barbilla.
- Sí - exclamó riendo a carcajadas y con los ojos totalmente abiertos - Ya me levanto...
Su madre la dio un achuchón, sacándola al tiempo de la cama en volandas y vistiendola con innumerables besos. Durante el desayuno Lily vio los dibujos animados, acompañada de sus galletas preferidas y un chocolate caliente: ese era el momento del día que más disfrutaba la pequeña.
Cuando llegó a clase, algunos de sus compañeros del año pasado jugaban en el suelo con una colección nueva de cromos, las niñas jugaban a las palmitas y sólo un niño permanecía sentado en su pupitre, mirando al suelo.
- ¡Hola Max! - dijo derrochando alegría Lily al mismo tiempo que se sentaba al lado del niño - ¿Qué tal las vacaciones?
- Bien - contestó frío él
- ¿Has ido mucho a la playa?
- Sí, con mi abuelita... y me he comido un helado de chocolate todos los días antes de volver a casa - sonrió Max, volviendo el rostro hacia Lily, al recordar el sabor frío y dulce en su pequeño paladar
- ¡Mmm... chocolate.., a mi también me gustan mucho los helados de chocolate!
- ¿Verdad que son los mejores?
- ¡Verdad!
En ese momento entró en la clase la profesora, trayendo consigo un montón de cuadernos azules y una caja de pegatinas de diversas formas y colores.
- Bueno niños, ¡bienvenidos otra vez! - comenzó diciendo a medida que fue repartiendo los cuadernos y las pegatinas por los grupos de mesas - Para empezar el curso he comprado estas libretas en blanco y estas pegatinas tan bonitas para que cada uno haga con ellas un collage con todas las cosas que le han gustado y que ha hecho este verano. Después hablaremos de ello todos juntos y entre todos elegiremos el cuaderno más bonito, ¿qué os parece?
- ¡Bieeeeeen! - chillaron todos
Pero a Max no le entusiasmaba la idea como a sus compañeros y, volviendo de nuevo la vista al suelo, susurró - Mal...
viernes, 23 de julio de 2010
El pasado de Marcela
- 21, 23,...
- ¿ Qué dices Marcela? - pregunta Claudio
- Recordar. 31, 6...
- ¿Recordar? Llevas con nosotros un par de años y nunca nos has contando, tan siquiera, cómo eran tus padres o si tienes hermanos.
- 31,...
- ¿Puedes para ya?
- Lo siento. Nunca he contado esas cosas del pasado porque, al decir verdad, apenas recuerdo ninguna... y para contar un pasado a medias prefiero no contar nada.
Claudio la mira asombrado y un tanto apenado. Aquella tarde de tormenta, dos años atrás, estaba colocando los vasos, casi abrasadores y humeantes que acababan de salir del lavavajillas, en la repisa situada bajo la barra cuando Marcela irrumpió en su local. Él le dijo que todavía estaba cerrado y que podría volver en un par de horas si deseaba tomar algo, pero ella no iba en busca de una copa sino de un trabajo, algo que hacer en su vida. Desde entonces, no le pudo dar la espalda: la chica estaba sola y, según dijo, no tenía parientes ni amigos en la ciudad. Le abrió las puertas de su casa y no le costó convencer a Fabiola, su esposa, de que dejara quedarse a la chica en el cuarto de invitados cuando le contó su historia. Marcela era para ellos la hija que tanto buscaron y la vida no les pudo dar: desde que entró en sus vidas pudieron volcar en ella todo aquel afecto que, entonces, se comenzaba a marchitar.
- Anda, vete a casa y descansa un rato - dice mientras posa su mano sobre su hombro derecho - llevas ensayando esos pasos nuevos durante toda la semana y ya no pueden ser más perfectos.
- ¿ Qué dices Marcela? - pregunta Claudio
- Recordar. 31, 6...
- ¿Recordar? Llevas con nosotros un par de años y nunca nos has contando, tan siquiera, cómo eran tus padres o si tienes hermanos.
- 31,...
- ¿Puedes para ya?
- Lo siento. Nunca he contado esas cosas del pasado porque, al decir verdad, apenas recuerdo ninguna... y para contar un pasado a medias prefiero no contar nada.
Claudio la mira asombrado y un tanto apenado. Aquella tarde de tormenta, dos años atrás, estaba colocando los vasos, casi abrasadores y humeantes que acababan de salir del lavavajillas, en la repisa situada bajo la barra cuando Marcela irrumpió en su local. Él le dijo que todavía estaba cerrado y que podría volver en un par de horas si deseaba tomar algo, pero ella no iba en busca de una copa sino de un trabajo, algo que hacer en su vida. Desde entonces, no le pudo dar la espalda: la chica estaba sola y, según dijo, no tenía parientes ni amigos en la ciudad. Le abrió las puertas de su casa y no le costó convencer a Fabiola, su esposa, de que dejara quedarse a la chica en el cuarto de invitados cuando le contó su historia. Marcela era para ellos la hija que tanto buscaron y la vida no les pudo dar: desde que entró en sus vidas pudieron volcar en ella todo aquel afecto que, entonces, se comenzaba a marchitar.
- Anda, vete a casa y descansa un rato - dice mientras posa su mano sobre su hombro derecho - llevas ensayando esos pasos nuevos durante toda la semana y ya no pueden ser más perfectos.
martes, 13 de julio de 2010
Berta
Arranca el viejo jeep de segunda mano, quita la capota de lona gruesa, mete su CD favorito y emprende la marcha. Cuando coge la autopista, dejando tras de sí la pequeña ciudad, siente como un hormigueo que nace de su estómago se propagaba por sus venas hasta llegar a todas las partes de su cuerpo: sus pies, sus manos, su rostro. Sonríe y, luego, al verse a sí misma a través del espejo retrovisor, ríe divertida. No es que se vea radiante, es que lo está. El cielo está totalmente despejado, como su mente, y el sol corona en lo más alto, regalando con sus rayos de luz esperanzas y sueños por doquier, como su alma, que juega divertida a inventar días nuevos.
Sube el volumen cuando, a los cuarenta y cinco minutos de viaje, comienza a sonar su canción favorita: le encanta el ritmo de las guitarras que guiñan alegres, como haciendo un homenaje, al estilo country. No lo puede evitar y mueve su pie izquierdo al compás de los acordes, como si bailara en una de esas pistas de baile locales, rodeada de cientos de personas, al unísono.
Para a repostar al cabo de dos horas, sólo tiene calderilla en el bolsillo así que toma la decisión de llenar el depósito todo lo que le permita el dinero y continuar conduciendo hasta que se acabe el combustible. Arranca de nuevo y continúa por una carretera comarcal. Después de haber rodado setenta y tres kilómetros, el chivato del depósito se ilumina. Berta sabe que eso significaba que el viejo Suzuky ha entrado en reserva y, en pocos kilómetros, ya no quedará gasolina para continuar el trayecto, pero eso no le preocupa.
Cuando el vehículo cesa la marcha le acerca a la cuneta, ayudándose de un leve empujón, mientras mantiene el Suzuky en punto muerto y sin el freno puesto. Berta permanece allí de pie, tranquilamente recostada sobre el lateral izquierdo del viejo jeep, esperando la siguiente señal que la conduzca por su camino.
domingo, 11 de julio de 2010
Lily va a la playa
Era la primera vez que su padre la llevaba a la playa y en el cielo azul de verano reinaba el sol, calentando el ánimo de los bañistas y los más rezagados que se limitaban a tumbarse sobre la arena. Lily llevaba un pequeño bañador rosa con flores, a juego con su cubo y su pala para jugar en la orilla. Bajaba las escaleras de piedra, que llegaban hasta la arena, a hombros de su padre. La pequeña no podía parar de sonreír y de quedarse maravillada con el sonido de las olas y las gaviotas que cruzaban el cielo por encima de ella.
- ¿Qué dices cariño, te gusta la playa?
- ¡Sí, papi! - respondió ella pellizcando las orejas de su padre.
Ya en la arena seca, Lily sintió su tacto suave y cálido. Sus pies quedaban enterrados a cada paso que daba por la arena mojada y fría, mientras su padre caminaba a su lado cogiéndola de la mano.
- Papi, papi, ¿puedo bañame? - preguntó la pequeña señalando el mar
- Claro, pero nos bañaremos aquí cerca de la orilla, ¿vale? porque más allá cubre mucho y todavía no sabemos nadar.
- ¡Quiero aprender a nadar, papi!
- Vale, vale - dijo su padre riendo - la semana que viene nos apuntaremos a un curso para aprender a nadar.
- ¡Síiiiii! - gritó, emocionada, chapoteando en la orilla
Después del baño, volvieron a sus toallas para comer el bocadillo de tortilla que habían preparado por la mañana ellos mismos: a Lily le encantaba ayudar en la cocina y, si era su padre el que iba a hacer algo, acudía corriendo a su lado, para poder verle de cerca e intentar adivinar así cuál era el ingrediente secreto que utilizaba para que siempre le quedara todo tan rico... pero nunca conseguía saber cuál era.
El sol seguía calentando con fuerza, así que, el padre de Lily la echó crema solar para que su delicada piel no se quemara mientras jugaban en la arena mojada, con el cubo y la pala que habían traído. La tarde les sorprendió sin avisar, la gente comenzaba a recoger las sombrillas de rayas y se vestían con camisetas de tirantes y pantalones cortos. Se volvieron a bañar cerca de la orilla, para quitarse la arena que tenían por todo el cuerpo después de haberse rebozado durante tanto rato con ella. Después se cambiaron para ponerse un bañador seco y vestirse.
- Mmm qué hambre tengo Lily, ¿nos comemos un helado?
- ¿De chocolate?
- De chocolate o de otro que prefieras
- ¡Chocolate!
Así, sentados en un banco, mirando el mar y la playa vacía en la que habían pasado aquel día, Lily y su padre se comieron un helado de chocolate: tan dulce y tan inolvidable como ese momento.
lunes, 28 de junio de 2010
Verónica
- ¡Verónica, Verónica! ¿me oyes?
Silencio.
- ¡Vamos, Verónica vuelve! no puedes seguir así, ¿sabes? te estás matando - grita mientras le da unas ligeras palmadas en las mejillas
- ¿Acaso importa? - dice ella con los ojos cerrados, entre sus brazos, y con susurros moribundos - acércame esa botella de whisky, anda...
- Está vacía y era la última
- Vaya... y ahora, ¿qué hago?
- Lo que hacemos todos: luchar por vivir
Silencio.
- ¡Vamos, Verónica vuelve! no puedes seguir así, ¿sabes? te estás matando - grita mientras le da unas ligeras palmadas en las mejillas
- ¿Acaso importa? - dice ella con los ojos cerrados, entre sus brazos, y con susurros moribundos - acércame esa botella de whisky, anda...
- Está vacía y era la última
- Vaya... y ahora, ¿qué hago?
- Lo que hacemos todos: luchar por vivir
sábado, 19 de junio de 2010
Aquel Jueves de Junio
Lily se despertó como de costumbre, con los leves y suaves meneos que le hacía siempre su madre. Después de recibir mil quinientos setenta y tres besos y abrazos de sus padres y hermanos, Lily fue dando saltos hacia la cocina para desayunar. Se paró de pronto y su pequeña boca se abrió, por la sorpresa, todo lo que le permitían sus rosadas mejillas.
En la mesa todo estaba perfectamente colocado. Una enorme jarra de zumo de piña, otra de leche caliente, mermelada de arándanos, rebanadas de pan recién horneado, macedonia de melocotón, nectarina, uva y guinda. Todo estaba pensado esa mañana para complacerla y no faltaba nada, ni siquiera sus galletas favoritas: esas con forma de nube y sabor a naranja.
- ¡Felicidades! - gritaron al unísono todos detrás de ella
Lily se sentó corriendo en su silla de siempre, y el resto la siguió, comenzando así a degustar aquel festín mañanero. La comida estaba tan rica en su boca como aparentaba estar a la vista y la mezcla de aromas les sumergió en un ambiente de afecto y camaradería que hizo que sus tiempos se parasen para sincronizarse.
Más tarde, cuando Lily entró aquel día en clase, con el sol a su espalda, todos sus compañeros la felicitaron, porque en el calendario que tenían colgado de la pared estaba escrito su nombre con letras amarillas. Ella les dio las gracias regalándoles, con su gran sonrisa, destellos de felicidad. Cuando se sentó en su pupitre, Max, a su lado, le preguntó:
- ¿Y qué te han regalado?
- ¡Mi desayuno favorito! - dijo ella emocionándose al recordar cada imagen de nuevo
- Eso no puede ser un regalo - contestó Max arrugando la nariz - a mi por mi cumpleaños me compraron un scalextric
- ¡Qué chachi!, ¿y juegas mucho con él? - preguntó Lily curiosa
- No... - respondió Max agachando la cabeza- mis papás no tienen tiempo para jugar conmigo
Max pensó en el regalo que le habían hecho a Lily por su cumpleaños y sintió envidia de la niña. Él nunca tuvo el día de su cumpleaños algo tan sencillo y valioso como su desayuno favorito.
- Te cambio mi regalo por el tuyo- dijo el niño
- Yo no quiero cambiar mi regalo - dijo Lily - pero si no te gusta el tuyo y quieres uno nuevo, puedes venir luego a comer a mi casa. Hoy habrá espaguettis, con tomate hecho por mi mami, y de postre tarta y helado de limón.
- Mmm... ¡qué rico! - dijo Max mientras se le hacía la boca agua - ¿de verdad puedo ir?
- ¡Pues claro!, todo el mundo se merece tener un regalo que le guste.
En la mesa todo estaba perfectamente colocado. Una enorme jarra de zumo de piña, otra de leche caliente, mermelada de arándanos, rebanadas de pan recién horneado, macedonia de melocotón, nectarina, uva y guinda. Todo estaba pensado esa mañana para complacerla y no faltaba nada, ni siquiera sus galletas favoritas: esas con forma de nube y sabor a naranja.
- ¡Felicidades! - gritaron al unísono todos detrás de ella
Lily se sentó corriendo en su silla de siempre, y el resto la siguió, comenzando así a degustar aquel festín mañanero. La comida estaba tan rica en su boca como aparentaba estar a la vista y la mezcla de aromas les sumergió en un ambiente de afecto y camaradería que hizo que sus tiempos se parasen para sincronizarse.
Más tarde, cuando Lily entró aquel día en clase, con el sol a su espalda, todos sus compañeros la felicitaron, porque en el calendario que tenían colgado de la pared estaba escrito su nombre con letras amarillas. Ella les dio las gracias regalándoles, con su gran sonrisa, destellos de felicidad. Cuando se sentó en su pupitre, Max, a su lado, le preguntó:
- ¿Y qué te han regalado?
- ¡Mi desayuno favorito! - dijo ella emocionándose al recordar cada imagen de nuevo
- Eso no puede ser un regalo - contestó Max arrugando la nariz - a mi por mi cumpleaños me compraron un scalextric
- ¡Qué chachi!, ¿y juegas mucho con él? - preguntó Lily curiosa
- No... - respondió Max agachando la cabeza- mis papás no tienen tiempo para jugar conmigo
Max pensó en el regalo que le habían hecho a Lily por su cumpleaños y sintió envidia de la niña. Él nunca tuvo el día de su cumpleaños algo tan sencillo y valioso como su desayuno favorito.
- Te cambio mi regalo por el tuyo- dijo el niño
- Yo no quiero cambiar mi regalo - dijo Lily - pero si no te gusta el tuyo y quieres uno nuevo, puedes venir luego a comer a mi casa. Hoy habrá espaguettis, con tomate hecho por mi mami, y de postre tarta y helado de limón.
- Mmm... ¡qué rico! - dijo Max mientras se le hacía la boca agua - ¿de verdad puedo ir?
- ¡Pues claro!, todo el mundo se merece tener un regalo que le guste.
martes, 15 de junio de 2010
Sabor a tango
Marcela es bailarina. Trabaja en un cabaret clandestino, a las afueras de la ciudad, donde los reyes del tráfico de estupefacientes y asesinos a sueldo más temidos cierran sus tratos con un par de whiskys dobles de por medio. El humo que desprenden los habanos que fuman perfuma el local con una niebla densa, la única iluminación del ambiente es la que ofrecen las lámparas que descansan en el centro de las mesas: está todo pensado para que los chanchullos intimen libres de miradas obscenas.
Sobre el escenario, suena un tango tras otro y Marcela baila todos, sola. Se imagina que la sujeta un príncipe azul, uno con acento argentino (como los tangos) y con olor a canela. En realidad, ella preferiría bailar El Lago de los Cisnes, ponerse un tutú blanco y pintar sus párpardos con purpurina, pero no puede porque está encerrada en ese cabaret, donde un día de tormenta llegó con una mano delante y otra detrás. Marcela no recuerda de dónde vino ni sabe dónde acabará, sólo que adora bailar y cada noche se entrega a los tangos con su príncipe, a la luz de la clandestinidad.
Sobre el escenario, suena un tango tras otro y Marcela baila todos, sola. Se imagina que la sujeta un príncipe azul, uno con acento argentino (como los tangos) y con olor a canela. En realidad, ella preferiría bailar El Lago de los Cisnes, ponerse un tutú blanco y pintar sus párpardos con purpurina, pero no puede porque está encerrada en ese cabaret, donde un día de tormenta llegó con una mano delante y otra detrás. Marcela no recuerda de dónde vino ni sabe dónde acabará, sólo que adora bailar y cada noche se entrega a los tangos con su príncipe, a la luz de la clandestinidad.
sábado, 5 de junio de 2010
Los regalos de Lily
- Hoy tenemos con nosotros a un nuevo compañero. Se llama Max y ahora quiero que le saludéis.
- ¡Hola Max! - gritaron los niños a coro y Max, rojo como un tomate por la vergüenza y enfadado con toda aquella clase de niños desconocidos, siguió con el silencio que había cogido desde que saliera aquella mañana de su casa.
- Bueno Max, tu sitio va a ser aquél - dijo la profesora con dulzura y señalando el pupitre vacío que formaba parte de un cuadrado.
Max se dirigió, de nuevo sin decir nada, a la pequeña mesa mirando al suelo. Se sentó y se cruzó de brazos. No entendía por qué se habían tenido que trasladar de ciudad y no poder volver a ver a sus amigos. Sus padres eran abogados y trabajaban en uno de los bufetes más prestigiosos del país. Los días interminables de soledad eran la rutina de la casa: despertador, desayuno exprés, respuesta a unos cuantos correos electrónicos, lectura rápida de los titulares de la prensa internacional, dos minutos de amor, trayecto familiar en coche hasta el colegio, donde dejaban a Max, y treinta minutos de viaje hasta el lugar de trabajo.
- Yo me llamo Lily - dijo la pequeña, pero Max seguía enfurruñado y mirando su mesa - ¿por qué estás enfadado?
- Porque sí - escupió Max mientras apretaba con más fuerza los brazos y fruncía el ceño
Lily no supo qué decirle al niño que se sentaba a su lado, triste y enfadado. Alex y Katie, enfrente de ellos, seguían dibujando los animales que vieron en la excursión al zoo que habían hecho el día anterior. Lily se giró sobre su silla y rebuscó en su pequeña mochila amarilla, con forma de sol, mientras Max, curioso, la observaba de reojo.
- Toma - le dijo ella mientras posaba en la mesa del niño una galleta.
- Qué galleta tan rara - dijo Max asombrado - las que compra mi mamá tienen forma de oso, pero no de nube.
- Estas las compra mi papá y son mágicas. Pruébala, está muy rica y sabe a naranja - dijo Lily sonriendo.
Max cogió la galleta y mordió un pequeño trozo que degustó en el paladar. La niña tenía razón, sabía a naranja, era muy dulce y le gustó así que, sin haber terminado de tragar la masa que se había formado en su boca, mordió otro trozo, y otro, y otro hasta que se comió la galleta, con forma de nube, entera. No se había creído que unas galletas pudieran ser mágicas: no notaba que le hubiera salido cola o que sus pies se hubieran vuelto invisibles, pero la galleta estaba rica y, sin darse cuenta, había relajado la expresión de su rostro.
- ¿Qué haces? - preguntó Max al mirar hacia la mesa de Lily y ver un par de jirafas pintadas.
- Pinto unas jirafas que vimos ayer en el zoo. Si no tienes pinturas te puedo dejar las mías para que tú también dibujes.
- ¡Vale! - dijo Max sonriendo y dejando atrás el enfado hacia sus compañeros, hacia aquel día y hacia aquella pequeña ciudad.
- ¡Hola Max! - gritaron los niños a coro y Max, rojo como un tomate por la vergüenza y enfadado con toda aquella clase de niños desconocidos, siguió con el silencio que había cogido desde que saliera aquella mañana de su casa.
- Bueno Max, tu sitio va a ser aquél - dijo la profesora con dulzura y señalando el pupitre vacío que formaba parte de un cuadrado.
Max se dirigió, de nuevo sin decir nada, a la pequeña mesa mirando al suelo. Se sentó y se cruzó de brazos. No entendía por qué se habían tenido que trasladar de ciudad y no poder volver a ver a sus amigos. Sus padres eran abogados y trabajaban en uno de los bufetes más prestigiosos del país. Los días interminables de soledad eran la rutina de la casa: despertador, desayuno exprés, respuesta a unos cuantos correos electrónicos, lectura rápida de los titulares de la prensa internacional, dos minutos de amor, trayecto familiar en coche hasta el colegio, donde dejaban a Max, y treinta minutos de viaje hasta el lugar de trabajo.
- Yo me llamo Lily - dijo la pequeña, pero Max seguía enfurruñado y mirando su mesa - ¿por qué estás enfadado?
- Porque sí - escupió Max mientras apretaba con más fuerza los brazos y fruncía el ceño
Lily no supo qué decirle al niño que se sentaba a su lado, triste y enfadado. Alex y Katie, enfrente de ellos, seguían dibujando los animales que vieron en la excursión al zoo que habían hecho el día anterior. Lily se giró sobre su silla y rebuscó en su pequeña mochila amarilla, con forma de sol, mientras Max, curioso, la observaba de reojo.
- Toma - le dijo ella mientras posaba en la mesa del niño una galleta.
- Qué galleta tan rara - dijo Max asombrado - las que compra mi mamá tienen forma de oso, pero no de nube.
- Estas las compra mi papá y son mágicas. Pruébala, está muy rica y sabe a naranja - dijo Lily sonriendo.
Max cogió la galleta y mordió un pequeño trozo que degustó en el paladar. La niña tenía razón, sabía a naranja, era muy dulce y le gustó así que, sin haber terminado de tragar la masa que se había formado en su boca, mordió otro trozo, y otro, y otro hasta que se comió la galleta, con forma de nube, entera. No se había creído que unas galletas pudieran ser mágicas: no notaba que le hubiera salido cola o que sus pies se hubieran vuelto invisibles, pero la galleta estaba rica y, sin darse cuenta, había relajado la expresión de su rostro.
- ¿Qué haces? - preguntó Max al mirar hacia la mesa de Lily y ver un par de jirafas pintadas.
- Pinto unas jirafas que vimos ayer en el zoo. Si no tienes pinturas te puedo dejar las mías para que tú también dibujes.
- ¡Vale! - dijo Max sonriendo y dejando atrás el enfado hacia sus compañeros, hacia aquel día y hacia aquella pequeña ciudad.
viernes, 14 de mayo de 2010
Lily
Érase una vez que se era, una niña risueña, llamada Lily, que jugaba a ser mayor cuando apenas superaba el metro de estatura. Siempre llevaba puesto un vestido amarillo, con flores bordadas en el mismo tono, y unas sandalias blancas. Una larga melena ondulada acariciaba su espalda y en las tardes de sol su madre le hacía un moño para que soportara mejor el calor.
Cuando salía del colegio, por las tardes, le gustaba caminar por el parque y coger las margaritas que consideraba más bonitas: las más perfectas, las más grandes. Después, al llegar a su casa, se acercaba a sus padres y hermanos y les regalaba una a cada uno; a cambio, ella conseguía un beso, un abrazo y felicidad para darle de cenar a su corazón.
En las tardes de frío, merendaba un chocolate caliente que acompañaba con nubes de naranja dulce que compraba siempre su padre y, si notaba a alguien en aquella mesa triste, se levantaba, le acariciaba el rostro con su suave mano y le daba un beso en la nariz: así siempre conseguía sacarle una sonrisa y, antes de volverse a su silla, le daba una de sus nubes.
Así, Lily iba creciendo y su corazón se hacía cada vez más grande, grande, grande, de tan lleno que se encontraba siempre.
jueves, 25 de marzo de 2010
Sueños e Infiernos (III)
Pensando en otro mundo, en una realidad soñada, en un futuro mejor. Así pasaba el tiempo. Pero no era tan fácil, nunca dejaba de sentir el fuego, a lo más que llegaba era a sentir un cálido abrazo de las llamas a su alrededor y el sudor de su corazón. En los momentos en que ardía no era nada y lo era todo, era ella y no lo era, podía verse a sí misma a un par de metros y de repente sólo veía el fondo negro empañado por lágrimas.
Se estaba convirtiendo poco a poco en una víctima anónima en aquel lugar, nadie la encontraría nunca, pero eso, tampoco le importaba. A esas alturas se conformaba con conseguir salir de allí, se conformaba con alejarse del infierno, no deseaba más que eso. Adquiría con cada pensamiento una nueva piedra para ese camino que quería dibujar mientras soñaba, para un día poder salir del infierno a través del sueño hacia otro lugar: esa era la salida que estaba fabricando. Despierta, su corazón seguía calcinándose e, incansable, resistía el fuego arrojando a su interior miles de recuerdos que soñó una vez, cuando confundió el cielo con la tierra. Lo soñé todo - pensó a la vez que sus palabras se convertían en otro recuerdo que quemar. Había pasado demasiado tiempo dormida en una felicidad inventada, y, ahora no podía volver atrás. Ojalá... - pensó mientras asomaban las lágrimas a sus ojos - Ojalá no hubiera despertado nunca.
El fondo del infierno no había cambiado de aspecto ni de color: seguía siendo áspero, frío y negro. Los días y las noches se sucedían repetitivamente, una y otra vez. Del mismo modo, el sufrimiento despertaba con ella cada mañana y se convertía en calor soportable antes de dormirse, cada noche, entre lágrimas.
Una tarde oyó algo, era el sonido de unos pasos: lentos, sordos.... Empezó a dar vueltas sobre sí misma, abriendo bien los ojos para conseguir distinguir alguna forma a su alrededor, y entonces, le vio. Era un niño de rostro dulce con ojos de adulto. Le conocía, se quedó paralizada al darse cuenta de quién era. Él, ese niño que tanto le hizo sentir en aquel sueño, cuando era feliz, cuando la palabra infierno no significaba nada en su vocabulario. Tú... - logró decir con voz áspera mientras un torrente de sentimientos le ahogaba la garganta. El niño dio un paso al frente - Sólo venía a despedirme... - miró a su alrededor y sintió lástima por aquella chica que no conocía pero cuya cara le resultaba familiar - ¿sabes?, lejos de estas paredes el cielo es azul. Bueno... adiós.
Todavía quieta, cerró los ojos, no quería ver cómo se alejaba otra vez ese chico. Las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro al recordarlo todo... Ahora sabía que, al menos, una parte de su cielo fue real, que existía. Le encontró por casualidad, ella mantenía aquel día una conversación y al girarse le vio. No se perdió en sus ojos en aquel instante pero durante sucesivos días sus caminos se tropezaban sin esperarlo. Ella se sentía feliz en aquellos tiempos, antes de que él apareciera en su sueño: era feliz. Con su llegada el sueño cambió, comprendió que siempre le había faltado algo... los colores llenaron las mañanas, por las noches las esperanzas y las ilusiones crecían solas, hasta que un día, de sol y burbujas en el aire, decidió acercarse: para ella, era el regalo más hermoso que le ofrecía la vida.
Se sentó a su lado, con miedo, con alegría... sentía que le conocía desde siempre, estaba cómoda allí, en ese sillón de algodón. Cuando se levantó, apenas recordaba qué se habían contado, sin darse cuenta estaba flotando entre nubes blancas de luz, estaba en el mismo paraíso, en el cielo... el auténtico cielo. Le enamoró el contraste de su rostro y sus ojos... y después cuando le fue conociendo, día tras día, comprendió que el amor sólo podía llevar su nombre. En su interior, halló al niño. Le descubrió sin que él lo supiera, sin que ella pudiera evitarlo. Su corazón estaba marcado por un millón de cicatrices y la dureza de sus ojos era resultado de un infierno como el que ella estaba pasando. Sintió la necesidad de abrazarle, de cantarle al oído mil canciones de cuna, de llorar sus cicatrices como si le pertenecieran a ella. Se enamoró, sin darse cuenta y sin poder remediarlo.
Él empezó muy pronto a jugar con el corazón, nunca había sufrido más que algún rasguño, nada que le impidiera borrar la ilusión de un nuevo amor. Pero entonces llegó su infierno, se quedó helado al comprender que su corazón había amado de verdad y que de verdad, aquella vez, estaba destrozado. Miró sus manos y no encontró el corazón que siempre había estado allí, jugando. Miró al suelo y en millones de millones de pedazos se le encontró sangrando. Comenzó su infierno...
Ahora ella sentía las llamas ardiendo más que nunca, al recordar el dolor y las heridas de ese niño que ella seguía sintiendo tan indefenso y falto de amor. Deseaba que ese niño nunca hubiera sufrido lo que sufrió, en aquel sueño y en el infierno que ahora vivía siempre se preguntó, una y mil veces, por qué la vida había tratado tan mal a esos ojos tan tristes y a la vez tan dulces. Pensaba que, si tuviera el poder de curar las heridas, lo primero que ella haría sería volver a aquel día en que el chico perdió su amor y le borraría, borraría ese maldito día de la historia del mundo de los sueños y todo lo haría por conseguirle un final mejor.
Había venido a despedirse, no le notó apenado. Eso le tranquilizó, le alegró que por fin pareciera que había salido de su infierno y ya no sufriera más, se merecía ser feliz y algo en su interior le decía que había encontrado un amor. Deseó que fuera un amor que no le partiera otra vez el corazón, que le devolviera el brillo a sus ojos y le diera color a su vida...le deseó lo mejor desde el corazón, que ardía en su interior. Un escalofrío recorrió su cuerpo, todavía permanecía con los ojos cerrados y las lágrimas cruzaban sus mejillas sin cesar. Hacía rato que él se había ido, esta vez, de verdad. Separó un instante los labios apretados y agarró con fuerza los barrotes de su condena. Adiós, amor... - consiguió pronunciar. Rasgándose la piel de sus manos se dejó llevar, una vez más, hacia el suelo y el infierno empezó de nuevo.
viernes, 19 de marzo de 2010
Sueños e Infiernos (II)
Se sentía sola. Estaba en el centro del infierno y lo único que le preocupaba era la soledad. No pensaba en qué estaría pasando mientras en el exterior, lejos de aquella hoguera...Se estaba perdiendo y era lo suficientemente lista para haberse dado cuenta de ello: se estaba perdiendo los mejores momentos de su vida, los más fáciles, pero eso no le importaba. Algo en su interior se removía, un torbellino de algo que no conocía y que nunca llegaba a salir a la superficie, un torbellino que moría en el intento de salvarla de sí misma: su vida, que luchaba por no perder a su protagonista.
Tiempo, tiempo... - Se repetía una y otra vez. Y esto, no la aliviaba, no la convencía, es más, sentía que lo único que hacía era engañarse. Las voces que podía oír en su mente le decían que saldría de allí, algún día se despertaría y el fondo dejaría de ser negro para convertirse en luz, pero ella no se lo creía: estaba bloqueada, no podía moverse, no podía pensar con claridad.
Las lágrimas se habían convertido en el plato del día desde que se despertó en aquella pesadilla y cuando se dejaba arrastrar, vencida, hacia el suelo, lo único que deseaba era dormir para escapar durante unas horas de la realidad: quería evaporarse, desaparecer, no pensar y no sentir. Dormir durante meses o, tal vez, incluso años para no sufrir las llamas de aquel destino que vivía horrorizada y sin esperanzas.
Una salida, tengo que encontrar una... tiene que haber al menos una, ¿no? - Se cuestionaba en silencio. La única salida que veía era la misma puerta de entrada, salir por donde había llegado. Buscó y buscó a su alrededor, pero no pudo ver más que ese pequeño resquicio que la había traído hasta allí. En ese instante comenzó otra vez a llorar y lentamente se dejó sumir en el sueño. Cuando se despertó habían pasado varios días, al volver a la consciencia de lo que vivía se sintió extraña en aquella piel. Un segundo después, sintió las llamas ardiendo en sus venas y en su corazón: el dolor regresó de repente. Otra vez no, por favor... - Susurró moribunda entre lágrimas.
Deseó dormirse de nuevo pero su cuerpo la ignoraba, había perdido el poder sobre él, ya no tenía el derecho de emitir mandatos. Su cuerpo se rebelaba y ahora debería esperar a que el cansancio físico llegara para poder descansar, a pesar de que sentía la cabeza y el corazón a punto de estallar, a punto de saltar en un millón de cristales. Estaba encerrada y además atada. Ya no podía más, así que decidió que tenía que crear un mundo nuevo sobre las cenizas de aquella quema, lo que no sabía todavía era cómo lo conseguiría, pero tomó la decisión de, al menos, intentarlo. Empezó a pensar en qué quería construir exactamente, en qué tipo de lugar podría permanecer sin sentir el fuego quemando cada milímetro de su ser... y así, consiguió evadirse de tanto sufrimiento en aquél momento.
sábado, 13 de marzo de 2010
Sueños e Infiernos
Una vez estuvo en el cielo, rodeada de nubes blancas y cálidas... pero no sabía que sólo era una ilusión, no sabía que en realidad sólo era un sueño... Cuando despertó, se vio encerrada en el infierno, sin escapatoria y sin vuelta hacia el paraíso. Encerrada, enjaulada en su propia celda, quemándose en su propio fuego... ¡Socorro! - gritó con toda su voz. ¡Socorro! - retumbó el eco del aire infinito...Y la hoguera siguió arrasándola por dentro, calcinando cada milímetro de recuerdos y sentimientos... convirtiéndolos en cenizas blancas a su alrededor.
Se quedó muda cuando, al oír el eco, comprendió que no había salvación posible, que no había nadie alrededor de ese infierno en el que se encontraba inmersa, entonces el llanto se hizo más profundo, más desgarrador. Convirtió sus ojos en un mar de lágrimas dulces y saladas, se sentía invisible incluso para sí misma, no reconocía en ella a esa persona que siempre creyó conocer: esa chica racional y fuerte, esa chica incansable que asimilaba y apartaba de su mente con una habilidad asombrosa todas las lecciones amargas de la vida. Ya no sabía quién era ni qué hacía, era una completa desconocida y no entendía por qué sufría.
Y el fuego se propagó hacia el exterior, las cenizas comenzaron a arder también. Nunca había visto nada parecido, parecía como si la hoguera no tuviera fin, como si todo lo que estaba prendiendo fuera interminable, como si no desapareciese nunca por completo... era una auténtica pesadilla ¿Por qué no me despierto? - le suplicó a sus adentros. No comprendía, todavía, que el sueño había sido el cielo y no el infierno; que el infierno era ahora su hogar y no lo abandonaría tan rápido como ella desearía.
Pasaron los segundos, pasaron los minutos, pasaron las horas, pasaron los días... y toda ella seguía rodeada de llamas: por dentro y por fuera. El tiempo no parecía disminuir la condena pero mientras tanto había conseguido aprender a convivir con ella: había aprendido a llorar en silencio mientras se mantenía en pie, agarrada a los barrotes de la jaula que le encerraba allí, en aquél lugar hostil de fondo negro.A veces, sus piernas le fallaban y entonces luchaba con sus brazos para mantenerse allí, atada a su propia cárcel... hasta que no podía más y las manos resbalaban por los ásperos tubos de metal, y, lenta y dolorosamente se dejaba caer.
Aprendió a levantarse casi sin darse cuenta de ello, del mismo modo que tampoco sabía por qué le fallaban las fuerzas y caía. Había conseguido, sin embargo, aprender a hacerlo y con cada caída sabía que habría un nuevo esfuerzo, un nuevo intento de levantarse del suelo.
Pasó algo de tiempo, no podría decirse cuánto, hasta que comprendió que ese infierno se había convertido en su rutina. Esto le parecía todavía más terrible y en ese momento, el pánico se sumó también a la hoguera. Perfecto, algo más para quemar... - ironizó triste.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)