jueves, 28 de enero de 2010

Cómo me gusta ver cómo te ríes

Mi abuela ha sido (lo sigue siendo, allá donde esté) una de las personas más importantes de mi vida, no sólo porque haya desarrollado el papel de ser mi abuela, sino como persona en general: por cómo era y todo lo que me demostró día a día.

No pasaba un solo día sin que me preguntara, al llegar de clase, qué tal me había ido “en el cole” y si había hecho todos “los deberes”. Aunque ya fuera a la universidad, para ella siempre fui esa niña pequeña que necesitaba de su atención y de su cariño constante, aunque yo no lo viera; esa niña a la que crió veinticuatro horas al día durante tantos años, a la que preparaba el cola-cao cada noche, a la que miraba cómo se reía viendo la televisión… y cuando yo me daba cuenta, ahí estaba: sujeta al marco de la puerta, sonriendo con la alegría reflejada en sus ojos y el brillo de su voz al decir “cómo me gusta ver cómo te ríes..”. Y yo, entonces no entendía por qué.

A mi abuela le encantaba salir a pasear. Todas las tardes, aunque lloviznara un poco, bajaba a la calle: vestida de luto, con su “cachaba”, su bolsita donde depositaba la cartera y las llaves,  y un folleto de propaganda que utilizaba para no ensuciarse al sentarse un rato en un banco. Nunca la vi sola, era una mujer sociable y si no tenía motivos que riñeran con su honor no le negaba la palabra a nadie. No era conflictiva ni buscaba hacer mal a la gente pero tampoco era ingenua: a ella no se la daban con queso y si alguien a quien estimaba le demostraba que no era merecedor de tal afecto, no se andaba con contemplaciones y hacía del silencio su respuesta hacia esa persona… y nunca hacía un mundo de ello, al menos, nunca dejó que lo contrario se percibiera.

Algunas tardes de otoño, compraba “palmeritas” de hojaldre. Las traía para merendar: “para tomar con un café caliente, nena, que hace un frío...”; y nunca cogía una sin haberle ofrecido al resto antes. Nunca pensaba en ella, luchadora incansable se enfrentaba día a día al trabajo que le íbamos dejando desconsideradamente: ropa para planchar, lavadoras que poner, platos que fregar… y nunca se quejaba más que del cansancio en las piernas por tantas horas de pie.

Cuando algún día salía de fiesta o me compraba unos pantalones, siempre me pedía que se los enseñara: “¡a ver qué tal te están!”; y antes de salir me piropeara, para hacerme sonreir... todavía recuerdo la admiración que me regalaba: “no me extraña que les vuelvas locos”, a lo que yo siempre le decía “pero si yo no vuelvo loco a ninguno, güelita…”. Sigo sonriendo (y emocionándome) al recordarlo. Ella siempre vio en mi algo especial, no sé si porque era su nieta o porque en general, como persona, creía que yo también tenía algo.

Realmente nunca sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Yo no supe apreciar todo lo que era para mí hasta que la perdí. No pude despedirme de ella, no llegué a tiempo y siempre maldeciré las horas que alguien me robó y que me faltaron para ir a verla. Antes de marcharse, sólo unas horas antes había preguntado por mí… no pude estar ahí, pero conociéndola adivino a que también preguntó qué tal me iba “en el cole” y si había hecho todos “los deberes”.

1 comentario:

  1. Qué texto tan bonito, a la vez que triste. Cuando una persona importante se nos va, no hay nadie ni nada que llene ese vacío. Nunca.
    Me gusta mucho mucho como escribes!
    :)

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